sábado, 9 de diciembre de 2017

MARIA DEL HUERTO ALVARIZA-URUGUAY


RIMAS
 
Las aguas del arroyo que cruzaba el viejo puente, reflejaban la imagen de una joven, que a su vera, recitaba quedamente.
 

La corriente, queriendo huir de su mirada seca y perdida, se escondía entre los pastos que se refrescaban en la orilla, en aquel verano de mil novecientos.

Y Bécquer, gozoso de que su libro estuviera desgastado por el roce permanente de esas manos y sus versos repasados día tras día…

“Aquellas que aprendieron nuestros nombres, esas no volverán”.

Angélica había vivido un noviazgo de siete largos años y cuando se aproximaba por fin la boda, Ernesto fue llamado por su familia de España, luego que una sucesión de acontecimientos penosos, la sumergieran social y económicamente.

Desde entonces cada tarde, hasta que la luz se extinguía, la joven se sentaba a la orilla del arroyuelo, con el libro de rimas en el regazo y la mirada clavada en el horizonte.

“Pero aquellas cuajadas de rocío

cuyas gotas mirábamos temblar

y caer como lágrimas del día…

ésas… ¡no volverán!”

Hasta que un día, la creciente y la angustia se la llevaron a lo más profundo de su lecho, dejando a la deriva aquél libro, que luego nadie osó tocar.

Años más tarde, Ernesto, que había dejado de comunicarse hacía tiempo, regresó a buscarla y al enterarse de lo sucedido, quedó sumido en una profunda tristeza.

“Pero mudo y absorto y de rodillas,

como se adora a Dios ante su altar,

como yo te he querido…, desengáñate,

nadie así te amará.”

Después de un siglo aún se recuerda, en cada creciente del Queguay, cómo Angélica entregó su vida al amor en el convencimiento de que todo lo que la unía a Ernesto, como en las rimas, no volvería jamás.