sábado, 9 de diciembre de 2017

THELMA GALVAN-REP. DOMINICANA




EL GIGANTE  Y LA BRUJA

 

En la esquina de mi cuadra vive un monstruo, una bruja o algo así, no importa, lo que sea, lo único que sé es que no paso por allá aunque tenga que dar la vuelta por el lado opuesto.  Lo más cerca que he estado de esa casa es por la acera del frente, y he corrido.   Los adultos intercambian miradas sospechosas cuando les pregunto sobre la casa de la esquina, y cuando se refieren a ella es en murmullos.

 

Hace unos meses tuve que ir a la farmacia que está en el lado opuesto a la casa misteriosa.  Cuando salí iba distraída y de repente, se abrió la puerta y de la oscuridad emergió una gigantesca figura.  Por un momento el miedo y el horror me paralizaron, pero me pareció que algo parecido le pasó al gigante.  Se quedó quieto mirándome.  Nos observamos por unos segundos sin fin y de repente me recuperé y salí corriendo.  Llegué a mi casa agitada y sudorosa.  Los adultos sonrieron cuando les dije lo que pasó.  No lo entiendo.  ¡Les pareció gracioso!

 

Después de ese encuentro indeseado e indeseable con el pálido gigante no hay alma humana que me convenza de pasar aún por la otra acera.  Pero al correr de los meses volvió a pasar.  Con mis pensamientos en el próximo final de las vacaciones, sin darme cuenta caminaba por delante de la “casa del gigante” como la bautizamos mis amigos y yo. Y hete aquí que la puerta se abrió y por la abertura pude ver a la bruja más horrible que se puedan imaginar.  Era pequeñita, súper arrugada, de una blancura increíble, rayana con la transparencia. Y sí, tenía una nariz ganchuda y gigantesca.

 

Otra vez me quedé paralizada, con el corazón batiendo y resonando en mi pecho.  Aquellos ojitos aguados de pájaro macabro se quedaron fijos en mí y creí que me fulminarían y me convertirían en algo deleznable como una cucaracha o un ratón. De súbito la puerta se cerró con un sonido seco que me sacó del trance y corrí y corrí hasta esconderme debajo de mi cama.  Mi mamá tuvo que usar un palo de escoba para sacarme del escondite.  Esta vez los adultos no sonreían y parecieron interesados en mi descripción de la bruja y se miraban unos a otros como cuando se comparte un horrible secreto.

 

Luego, pasó lo impensable.  Una tarde mis amigos y yo jugábamos a las escondidas, cuando una ambulancia llegó con un estruendoso resonar de sirena y se detuvo justo delante de la casa de la bruja.  La curiosidad pudo más que el miedo y nos situamos detrás del muro formado por los vecinos.  Y allí iba la bruja en una camilla, con el gigante detrás, dando órdenes a los enfermeros con una extraña voz y usando palabras raras.  Tan pronto se fueron la bruja y el gigante dentro del bulloso aparato volé a mi casa a contar la noticia.  Los adultos me acribillaron a preguntas.  Y como yo no entendía cómo era posible que en vez de una ambulancia no se los hubieran llevado en un vehículo de la policía o en un tanque de guerra mi abuela dijo algo que todavía hoy me eriza.

Con paciencia y calma me aclaró que el gigante era solamente un ruso bien alimentado y la bruja era su madre, una judía sobreviviente de un campo de concentración nazi que al parecer perdió la razón y a quién nadie había visto jamás en los veinte y tantos años que vivió en esa casa porque nunca salió de ella.

2 de agosto del 2015